30 Sep
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i bien aún es difícil hablar de consenso con respecto a los instrumentos utilizados en la práctica diaria, el grado de acuerdo con respecto a qué dimensiones son importantes de cara a la evaluación de la discapacidad intelectual es muy elevado gracias en gran medida a la gran acogida que en nuestro país y en el ámbito internacional han tenido las propuestas de la AAIDD (Luckasson et al., 2002/2004; Verdugo, 1994; Verdugo, 2003a).

Si atendemos a la dimensión ‘Funcionamiento intelectual’, tradicionalmente, las puntuaciones de CI han sido el criterio en base al cual se ha clasificado a las personas con discapacidad intelectual diferenciando categorías como las ya conocidas ligera, moderada, severa y profunda. En la tabla 1 señalamos algunos de los instrumentos tipificados en castellano que pueden resultar útiles en el ámbito clínico de cara a evaluar esta dimensión, destacando las escalas de inteligencia de Wechsler que nos permiten obtener las puntuaciones clásicas de CI. No obstante, con el paso del tiempo, el peso de tales puntuaciones se ha visto reducido gracias al desarrollo de otras dimensiones que reflejan la importancia de la interacción de la persona con su entorno, como son las de conducta adaptativa, el contexto o los roles sociales.


Tras varias críticas dirigidas a la artificiosidad del constructo (Jenkins, 1998), a la arbitrariedad a la hora de determinar el punto de corte entre una u otra categoría (McMillan, Siperstein y Leffert, 2006) o a dificultades en su medición (Flynn, 1999), se ha producido un cambio a la hora de comprender el papel que las puntuaciones de CI juegan en el diagnóstico de la discapacidad intelectual. Varios autores proponen planteamientos alternativos como aproximaciones basadas en los conceptos de ‘competencia’ o ‘respuesta a la intervención’ (Response to Intervention, RTI). El primero de ellos concibe la discapacidad como una característica más de la diversidad humana que resulta de la interacción entre la persona y el entorno social que la rodea, que será el responsable último de que una dificultad se convierta en una discapacidad, siendo el desempeño de roles social mente valorados el objetivo último del proceso de evaluación (Terzi, 2008).

El segundo enfoque enfatiza la evaluación del nivel de rendimiento alcanzado por un alumno con discapacidad una vez que éste ha recibido una intervención científicamente fundamentada o evaluación del potencial de aprendizaje (Calero y Robles, 2003). La respuesta a la intervención consiste en un enfoque destinado a reducir las dificultades académicas y conductuales de los alumnos con discapacidad aunando los servicios de intervención temprana y a través de un modelo individual integral de evaluación e intervención centrado en el estudiante para identificar y tratar las dificultades de éste (Speece, 2008).

La aparición de planteamientos alternativos al tradicional uso de las puntuaciones de CI pone de manifiesto que estas últimas nunca pueden ser consideradas más que un resultado estimado que se aproxima al funcionamiento típico de un individuo en un test de inteligencia particular (Baroff, 2006) y en cuya interpretación se torna fundamental el juicio clínico.

La reducción del peso de las puntuaciones de CI a la hora de realizar el diagnóstico de discapacidad intelectual se ha visto acompañada por el desarrollo cada vez mayor de otra serie de dimensiones a tener en cuenta de cara a la evaluación que reflejan el carácter social de la misma. Este es el caso de la dimensión ‘Conducta adaptativa’, actualmente definida como “el conjunto de habilidades conceptuales, sociales y prácticas que han sido aprendidas por las personas para funcionar en su vida diaria” (Luckasson et al., 2002/2004, p. 97).

Desde que en la 5ª edición de la AAIDD se introdujera el criterio de deficiencias de adaptación social, madurez o aprendizaje en el retraso mental (Heber, 1959) para el diagnóstico de la discapacidad intelectual, éste ha ido evolucionando hacia un constructo multidimensional sustentado en un trabajo de análisis factorial representado por un amplio abanico de habilidades conceptuales, sociales y prácticas cuya evaluación ha de estar sustentada en el empleo de instrumentos estandarizados y ha de referirse al desempeño típico del individuo, no a su ejecución máxima, en circunstancias cambiantes.

Pese a la existencia de instrumentos de gran utilidad que en la actualidad se dirigen a la evaluación de la conducta adaptativa, como es el caso del Inventario para la Planificación de Servicios y Programación Individual, ICAP, adaptado y tipificado por Montero (1996), ninguno de ellos se centra exclusivamente en su diagnóstico. Esto requiere un trabajo de análisis factorial extenso que confirme las habilidades propuestas en su definición por la AAIDD (Luckasson et al., 2002/2004), estudios de fiabilidad y validez que demuestren que tales instrumentos son psicométricamente válidos así como su estandarización sobre grupos de personas con y sin discapacidad intelectual.

Por tales motivos, tanto la AAIDD como el INICO (Instituto Universitario de Integración en la Comunidad) centran actualmente sus esfuerzos en la construcción de una escala para facilitar el diagnóstico de conducta adaptativa de manera que sea consistente con la actual definición de la misma (Luckasson et al., 2002/2004; Schalock et al., 2007; Wehmeyer et al., en prensa).

Esta escala, denominada Diagnostic Adaptive Behavior Scale (DABS)Escala de Diagnóstico de Conducta Adaptativa en castellano (Verdugo, Arias y Navas, 2008), va dirigida a personas con discapacidad intelectual con edades comprendidas entre los 4 y los 21 años y trata de proporcionar medidas de conducta adaptativa en los siguientes dominios: habilidades conceptuales, sociales y prácticas, a partir de la información proporcionada por una persona que conoce en profundidad a la persona con discapacidad intelectual.

El instrumento, construido en base a la Teoría de Respuesta al Ítem (TRI), pretende medir el nivel de ejecución típico, medio, de la persona con discapacidad intelectual, (lo que hace actualmente), no el funcionamiento máximo a alcanzar en una determinada tarea.

Se compone de 259 ítems, divididos en 3 subescalas: habilidades conceptuales (94 ítems); habilidades sociales (85 ítems) y habilidades prácticas (80 ítems). Dada la importancia que la conducta adaptativa ha adquirido en los últimos años a la hora de abordar la evaluación de las personas con discapacidad intelectual, consideramos que el desarrollo de este instrumento arrojará un poco más de luz a la hora de facilitar a los profesionales medidas coherentes con su actual definición.

Pero no sólo esta dimensión ha sido objeto de interés en los últimos años de cara a obtener una evaluación multidimensional de la discapacidad intelectual. En un intento de aproximación a los nuevos planteamientos de la Clasificación Internacional del Funcionamiento, de la Discapacidad y de la Salud, CIF, (OMS, 2001), la 10ª Edición de la AAIDD incluye en 2002 la dimensión ‘Salud’ dentro de su enfoque.

La evaluación de la dimensión Salud se presenta como una tarea especialmente complicada en primer lugar por la ausencia de instrumentos y sobretodo porque, además de las complicaciones físicas que pudieran derivarse de la etiología de la discapacidad intelectual, podemos encontrarnos con que ésta aparece acompañada de un trastorno mental. En este sentido, todavía queda un largo camino por recorrer en lo que se refiere a la salud mental de las personas con discapacidad intelectual, algo que puede deberse en parte a que, debido a la misma, pasen casi desapercibidos los síntomas psicológicos (Ayuso, 2007), algo que ocurre sobretodo en los casos de discapacidad intelectual severa y profunda, dado que son estas personas las que más problemas de comunicación presentarán a la hora de intentar dar a conocer tales síntomas. En estos casos, el empleo de sistemas de clasificación como el DSM-IV o la CIE-10 resulta insuficiente para la realización del diagnóstico, y sobretodo, para la evaluación de los problemas de conducta que les acompañan, surgiendo la necesidad de recurrir a diversas formas de evaluación como pudiera ser el caso del Análisis Funcional.

Del mismo modo que la evaluación de la dimensión Salud se convierte en una tarea compleja, no lo es menos en el caso de las dimensiones ‘Contexto y Participación, Interacciones y Roles Sociales’. En la práctica diaria, seguimos observando cómo la ausencia de apoyos en el entorno y la red social de las personas con discapacidad dificulta su participación en actividades así como el desempeño de roles socialmente valorados (Hawkins, 1993). Es por ello que el concepto de apoyos esté adquiriendo una relevancia fundamental de cara a evaluar el funcionamiento individual en todas y cada una de las dimensiones propuestas por el modelo multidimensional de la AAIDD.

Entendemos por apoyos aquellos “recursos y estrategias cuyo propósito es promover el desarrollo, la educación, los intereses y el bienestar personal y que mejoran el funcionamiento individual” (Luckasson et al., 2002/2004, p.179). El funcionamiento individual resultará de la interacción de los mismos con todas y cada una de las dimensiones que definen la discapacidad intelectual (Verdugo, Arias e Ibáñez, 2007) por lo que su evaluación ha de centrarse en los cambios observados en dicho funcionamiento una vez ofrecidos los apoyos necesarios. Para ello, actualmente contamos con la Escala de Intensidad de Apoyos, SIS (Verdugo, Arias e Ibáñez, 2007) dirigida a realizar una evaluación funcional vinculada directamente a las necesidades de la persona y cuyas propiedades psicométricas han puesto de manifiesto su idoneidad para medir la intensidad de los apoyos de adultos con discapacidad intelectual, convirtiéndose en un instrumento de gran ayuda en la planificación centrada en la persona (Verdugo, Ibáñez y Arias, 2007).

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